¡Vaya por Dios, qué cabeza la tuya, tonta de capirote! ¿Quién te va a querer ahora con un crío? – RiVero

¡Vaya por Dios, qué cabeza la tuya, tonta de capirote! ¿Quién te va a querer ahora con un crío?

—¡Vaya por Dios, qué cabeza la tuya, tonta de capirote! ¿Quién te va a querer ahora con un crío? ¿Y cómo piensas mantenerlo? ¡No cuentes conmigo, te lo digo claro! Te crié y ahora encima me endosas tu carga. ¡Lárgate de mi casa y no quiero ni tu sombra por aquí!

Las palabras de Tía Ana cayeron como cuchillos. Catalina, de pie en el umbral, se tragó el orgullo y las lágrimas. La maleta en la mano pesaba menos que la vergüenza, pero más que cualquier cosa que hubiera llevado en el corazón.

Se marchó bajo el sol que cocía la tierra andaluza, con la voz de su tía resonando como un eco que no desaparecía. Sin rumbo y sin techo, pensó en su madre. Había muerto joven, atropellada por un coche que nunca se detuvo. Catalina apenas tenía cinco años entonces. Desde entonces, había aprendido que en la vida nadie te debía nada.

El destino la llevó a la puerta de Paula, una mujer de pocas palabras y mirada sincera. Le ofreció agua, una cama, y después… algo parecido al cariño.

En poco tiempo, Catalina se ganó el afecto de los niños del pueblo como maestra. Con su voz dulce y firme, enseñaba más que letras: enseñaba dignidad. Su embarazo avanzaba mientras sus pasos dejaban huella en aquellas calles de cal, romero y tierra seca.

—No tengo familia —le confesó una tarde a Paula, mientras tejían al fresco del patio—. Solo este hijo que viene. Y tú.

Paula la miró, y asintió.
—Pues entonces ya no estás sola.

En febrero, cuando florecieron los almendros, Jorge vino al mundo con un grito rotundo y ojos oscuros como los de su madre. En la habitación del hospital, Catalina conoció a Mariela, una recién nacida que había sido abandonada en la sala de partos.

La pequeña no lloraba mucho. Solo observaba, como si supiera que el mundo había comenzado mal con ella.

Catalina se ofreció a cuidarla mientras los servicios sociales decidían qué hacer. Le cantaba nanas y compartía la leche materna entre Jorge y ella. No podía explicar por qué, pero sentía un vínculo inmediato con esa niña.

Tres días después, llegó Diego Martínez.

Uniforme verde, rostro curtido y un brillo invisible en los ojos. Era el padre de Mariela. Su esposa había huido durante el embarazo y dejó a la bebé en el hospital sin decir una palabra.

—Me dijeron que usted ha estado cuidándola —dijo, y su voz era más vulnerable de lo que parecía.

—No la he soltado desde que nació —respondió Catalina, meciendo a la pequeña.

Diego se quedó en silencio, viéndola. Durante esos días, regresó una y otra vez al hospital, no solo por Mariela, sino también por esa joven madre que le inspiraba una paz desconocida.

Pasaron meses. Diego pidió el traslado a Granada. Paula le abría la puerta cada fin de semana y Catalina cocinaba tortillas con hierbabuena. Jorge y Mariela crecían como hermanos. Nadie hablaba de futuro, pero todos lo imaginaban.

Una noche, mientras llovía sobre los limoneros, Diego le preguntó:

—¿Crees que podríamos ser una familia?

Catalina lo miró largo. Pensó en las veces que la vida le había quitado todo, y en esta extraña segunda oportunidad que no había pedido pero que parecía hecha a su medida.

—Solo si prometes una cosa —le dijo—. Que Mariela nunca sabrá que fue abandonada. Solo que fue elegida.

Diego asintió.
—Fue elegida por ti. Y eso vale más que cualquier apellido.

Epílogo:
Catalina sigue siendo maestra. Paula es abuela por convicción. Jorge quiere ser astronauta. Mariela canta en los almendros.

Y en el pueblo, donde todos creen que los milagros no existen, hay una casa blanca donde dos niños corren bajo el sol, una mujer joven los abraza con la fuerza de quien ha renacido, y una pareja demuestra cada día que la familia no siempre viene de la sangre, sino de los actos.

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¡Vaya por Dios, qué cabeza la tuya, tonta de capirote! ¿Quién te va a querer ahora con un crío?
Valentina era una giovane madre single, che cercava di mantenere la figlia neonata in condizioni dignitose.