Mi nombre es Lorenzo, y llevo años trabajando como periodista en una pequeña ciudad costera. He cubierto miles de historias, he entrevistado a todo tipo de personas y, sin embargo, hay algo en la vida que nunca deja de sorprenderme: el paso del tiempo. No solo porque este se lleva consigo momentos y personas, sino porque transforma nuestras percepciones, nuestras preferencias, nuestra forma de vivir.
Al principio de mi carrera, cuando era joven, mi mundo giraba en torno a la adrenalina de las primeras experiencias. Todo me parecía nuevo, y las mujeres más jóvenes, con su energía vibrante y sus promesas de futuro, eran las que más me atraían. No era algo superficial, simplemente era lo que la sociedad nos enseñó a valorar: la juventud, la belleza sin marcas, la ambición sin límites.
Pero ahora, a los 52 años, noto algo curioso. Mis ojos ya no se iluminan de la misma manera al ver a una joven. No es que haya perdido el aprecio por la juventud, sino que algo en mí ha cambiado, algo que tal vez solo el paso de los años puede explicar. Las mujeres de más de 50, como mi amiga Carla, ya no me parecen una idea abstracta ni una categoría que se ajuste a un estándar preestablecido. Carla es una mujer que ha vivido mucho, que ha tenido sus propias luchas y victorias, que no necesita demostrar nada a nadie. Tiene una sabiduría y una presencia que solo se cultivan con el tiempo.
Recuerdo la primera vez que la conocí. Ella era una escritora de renombre, alguien que no estaba preocupada por los números en su espejo, sino por las historias que aún deseaba contar. Nos conocimos en una de esas fiestas literarias, donde las conversaciones se tornan más profundas conforme avanza la noche. Mientras los más jóvenes hablaban de tendencias y redes sociales, Carla hablaba de la literatura como algo vivo, de los personajes que se cruzaban en su vida cotidiana, de la importancia de tomarse el tiempo para saborear cada palabra escrita.
Lo que más me sorprendió de Carla, sin embargo, no fue su éxito ni su sabiduría. Fue la tranquilidad con la que se movía por el mundo. No le preocupaba ser perfecta ni cumplir con expectativas ajenas. Con cada palabra, con cada gesto, ella emanaba una confianza que solo las mujeres que han superado ciertas pruebas de la vida pueden tener. Me enseñó a apreciar el valor de cada arruga, de cada cicatriz emocional, y a comprender que la belleza no está en la juventud, sino en la historia que cada uno lleva consigo.
Con el tiempo, comencé a ver algo en las mujeres mayores que no había notado antes: una paz que solo el paso de los años puede otorgar. Sus sonrisas no eran forzadas, sino auténticas. Sus ojos, aunque marcados por la experiencia, brillaban con una sabiduría que no podía ser replicada por la juventud. Las mujeres que han vivido son como buenos vinos: mejoran con el tiempo, desarrollan matices que no se pueden encontrar en las versiones frescas y sin experiencia.
Tal vez, el mayor cambio que he experimentado en estos años es que ya no busco la energía de la juventud, sino la paz de la madurez. Y cuando me siento a conversar con alguien como Carla, o como tantas otras mujeres que he tenido el honor de conocer, entiendo que la belleza real no se encuentra en lo que la sociedad nos dice que es deseable, sino en la historia que cada persona lleva dentro.
A medida que envejezco, valoro cada vez más a las mujeres que, como ellas, han vivido con coraje, con elegancia y con una calma que solo los años pueden otorgar. Ya no se trata de la apariencia, sino de la fuerza que se esconde en la experiencia.
Quizás, al final, es esa fuerza la que hace que las mujeres mayores, las de más de 50, sean las más fascinantes. Porque, en el fondo, son las únicas que realmente saben lo que significa vivir.